jueves, 24 de noviembre de 2005
EL INCREÍBLE (Y PATÉTICO) ROMANCE ENTRE UN PERUANO Y UNA GITANA
Una de Shakespeare en el Madrid de hoy, para contarla de madrugada.
Sí, preparen sus pañuelos.
Hay que decir algunas palabras sobre el paisaje urbano de nuestra historia de amor. San Blas era un equivalente madrileño de las grandes barriadas de la capital peruana como Comas o Villa El Salvador, pueblos de emigrantes. En ambos lados del Atlántico llegaban a las ciudades jornaleros hartos de mendigar trabajo todos los años en los latifundios de los mismos caciques que se encargaron de quitarles la poca tierra que tenían una generación antes. Desde mediados de siglo, extremeños y andaluces erigían al borde de la capital sus casas bajas con tablones de madera. Curiosamente, en ese mismo momento, los campesinos andinos hacían lo mismo en las afueras de Lima manipulando ramas resecas y esteras de paja. Eso sí, el piso de tierra y el techo de uralita eran fraternalmente idénticos. En Madrid, mientras el chabolismo horizontal se convertía en vertical, también se terminó de establecer una considerable población de origen gitano. Ese detalle (desgraciadamente/afortunadamente) nunca sucedió en el Perú más allá de un puñado de viejas con pañuelos de colores que pretenden leernos la suerte en ciertas céntricas calles de mi país. Y, por lo tanto, Lorenzo sabía de lo gitanos poco más que lo que le enseñaron los dibujos animados y alguna película rara. Lorenzo no conocía ni de su nomadismo, ni de su vocación endógama, sus pactos de sangre o su veneración a la familia. Y mucho menos del desprecio que sienten hacia el resto de los mortales.
Fue así que, regresando de su trabajo, Lorenzo se encontraba en la boca del metro con una guapa gitanilla de ojos saltones y boquita de fresa a quien pondremos el operístico nombre de Carmen. Nuestro Lorenzo subía con cansancio las escaleras, harto de estar diez horas explotado en una contrata de albañiles, con las manos callosas y la espalda dolorida. Sabe que en su piso se va a encontrar con el circo romano de sus paisanos, hablándose a gritos, disputándose la televisión y los rincones del refrigerador (maldición típica de todos quienes comparten pisos). Y de pronto ¡Plafff! Se encuentra con los ojazos matadores de Carmen, a la sazón vendedora ambulante de flores, que le susurra algún piropo clásico con ese aire musical y pegadizo -que los peruanos identificamos con el hablar de las chilenas querendonas- y Lorenzo se queda sobrecogido, un poco tarugo, en las nubes. Carmen le regala un clavelillo mientras se sigue riendo y Lorenzo marcha a su cuarto creyendo que se le ha aparecido un ángel. Esta escena se vuelve a repetir otra vez. A la tercera Lorenzo le mete conversación a Carmen. Ella sigue riendo y dando exclamaciones melodiosas, mientras le clava a Lorenzo un ramillete de mil pesetas que el imbécil compra para terminar regalándoselo a la vez. Lorenzo le propone ir a un salsódromo a bailar un fin de semana y ella solo ríe mientras se retira al grito airado de la madre que ya está adivinando el plan. Y es que Carmen, esto también lo ignoraba nuestro alucinado Lorenzo, puede parecer toda una mujer en su esplendor pero es una menor de edad.
Lorenzo habrá visto en la fresca lozanía de Carmen algo parecido a la flor de la mujer amazónica -cimbreantes quinceañeras loretanas, preciosos ojos de cualquier hija de Chachapoyas, espigadas tingalesas de monte adentro- así que le parece lo más normal llevarla de fin de semana a bailar salsa, a pasear bajo la ruidosa noche getafense y practicar con ella el limeño deporte del manoseo sexual. Lo cierto es que Lorenzo no ve a la púber florista a la salida del metro durante días y sí a una vieja amargada vestida de negro que lo mira con ojos torvos. Pero el azar le da a Lorenzo otra oportunidad.
Un buen día Lorenzo se encuentra con que la contrata no cuenta ya con él (los papeles, ya se sabe) y se regresa temprano a su casa. En una de las calles de San Blas, mientras pasea rumiando el invierno de su descontento, se encuentra con una Carmen que, como es ley gitana, ya no va al colegio. Se miran, se encuentran y se citan. Carmen ha salido oveja negra entre sus cinco hermanas y cuatro hermanos, cansada de ver como los matrimonios gitanos empiezan en una fiesta de ritual pintoresco y emocionante para terminar cuando uno de los cónyuges visita la cárcel por robo o posesión de drogas (amén de cuchilladas, navajazos y otras malas suertes) ; a lo mejor ha visto en Lorenzo una alternativa rarísima, estrambótica, bizarra a su estilo y dentro de su imaginario gitano. Como en los dramas shakesperianos, se citan a escondidas para probar un sábado por la noche. Ella con la complicidad de una amiga; él, con la alarma perentoria de sus compañeros de piso (“Ten cuidado, cuñau, tú no sabes como es esa gente”).
Carmen encontró divertido el arte sudamericano de bailar cachete con cachete, pechito con pechito. Hasta probó un cubalibre de dudoso Havana Club. Lorenzo admiró la gracia que tienen las de esa raza de moverse con la música. Y el animal latino y el donaire gitano se encontraron felices, paseando bajo las estrellas que iluminaban polígonos y descampados. Lorenzo no pudo pasar de cogerle la mano y la cintura, Carmen era una fiera berlanguiana y le decía -con cierta coquetería bellaca- que cuidadito con las manos. Pero ambos compartían la excitación de las experiencias nuevas. Durante el regreso Lorenzo planificaba (inútilmente) cómo y cuando coger bien cogida a esta beldad color canela, atornillarla a besos procaces y acariciar la seda sudorosa de sus bragas. Lorenzo se conformaba con mirar ese tierno monumento que prometía noches de gloria (en todo caso, sí una legendaria sesión de pajas) y Carmen saboreaba el secreto placer de alternar con payos y mantenerlos a rayas porque puta será tu madre. Aún así cuentan que se llegaron a coger de las manos y abrazarse. Al salir del metro terminó el idilio.
Un comité familiar de bienvenida los esperaba unos metros más allá de la salida del metro. Hermanos, primos y amigos -rumbosos y alcoholizados- se preparaban para darle una señora paliza a mi imbécil compatriota por haber puesto la mano encima a una gitana. Carmen gritaba como loca y se cogía al torso de los mozos que juraban y rejuraban que el indio ése no se iba a salir con la suya. En plena tragedia de García Lorca, Lorenzo pudo enfilar un par de patadas a la criolla mientras corría como un bólido rumbo al portal de su piso. Lorenzo no pudo dormir, una suerte de coro gitano le cantaba unas coplillas y fandangos celebrando su futura muerte. Al día siguiente, el colombiano que regentaba el piso le conminó a largarse con el miedoso apoyo del resto de los inquilinos. Lorenzo se quedó en un día sin trabajo, sin casa, sin novia y (por aquella noche) sin pajas; buscándose nuevamente la vida y sabiendo que si se volvía acercar al barrio de San Blas regresaría al Perú envuelto en una caja de madera.
Carmen terminó casándose con un guapo gitano que la llenó de hijos hasta que murió acuchillado en una venganza familiar. Lorenzo ahorró lo justo para regresarse a Trujillo y comprarse un camión. Y en las noches húmedas de la Carretera Panamericana, Lorenzo a veces evoca a la gitana preciosa taconeando a su aire la Mayonesa. Carmen, vestida de luto para toda su vida, siempre recuerda la única vez que salió del opresivo círculo de su etnia, la única vez que bailó una tecnocumbia, la única vez que sorbió un ron cubano, mientras se pregunta si hubiese sido mejor atreverse a saber cómo follan los payos. Ambos creían que el mundo es injusto. Y ambos, qué mierda, tenían razón.
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