lunes, 28 de noviembre de 2005
Felix Gundelmann, de Los Vieneses
Felix Gundemann llegó a Barcelona en 1942, en compañía de Arthur Kaps, Franz Joham, Herta Frankel y otros artistas centroeuropeos que, junto a talentos locales como Gustavo Re, formarían la compañía de variedades Los Vieneses, a pesar de que en realidad apenas ninguno había nacido en Viena. Gundemann, por ejemplo, era checo, de Bohemia. Aquellos cómicos huían de la guerra y algunos de otras cosas, Gundemann huía de cualquier cosa y aunque aquello era una compañía de variedades, desde cantantes a marionetistas -en esto, trajeron a España una escuela que aún pervive- lo cierto es que los talentos de Felix eran realmente variados, por no decir inexistentes. En realidad hay quien dice que en realidad había venido solo porque le protegía Kaps, que por algún motivo le debía la vida, o que era amante de la Frankel. No se sabe.
Lo cierto es que entre aquellos cómicos que asombraron al Paralelo y posteriormente a toda España, y que muchos tienen en la memoria porque en los primeros tiempos de la televisión en España se echaba mano de ellos para rellenar cualquier hueco, Felix Gundelmann era un bicho raro. En las primeras funciones cantaba sin gracia, hacía trucos mágicos a los que se le veía el truco, o simplemente salía a escena en un estado de alteración mental tan notorio que era capaz de cualquier cosa. Esto era, lógicamente, lo que más le gustaba al público. Durante los primeros meses, en los que no se expresó en ningún momento en español, se aprendió diversos monólogos y recitados, que memorizaba como si fueran ‘mantras’ y recitaba con un acento fortísimo. (Un buen ejemplo ere el “Romance de la Chata”, que por aquel entonces fue muy popular en la voz del recitador Alejandro Ulloa). La peculiaridad de Gundelmann es que él lo hacía a gran velocidad y mirando al vacío, y si alguien comenzaba a reírse, paraba y parecía volver a la realidad; le miraba un segundo y luego empezaba de nuevo desde el principio, nunca desde el punto en el que se había interrumpido. Esto generaba una nueva tanda de risas y una nueva interrupción, y así durante minutos, hasta que un asistente salía al escenario y se lo llevaba como a un muñeco. El público prorrumpía entonces en una fuerte ovación.
Al cabo de unos meses la salud de Gundelmann fue empeorando y sus costumbres exacerbándose, por lo que Kaps, que ya veía cumplida su deuda y en peligro su compañía si se conocían las excentricidades del recitador, le dio algo de dinero y le despidió. Gundelmann, que también escribía -pero sólo en francés- tuvo que enrolarse en otras compañías menores y cada vez menores, que recorrían localidades más pequeñas y en las que su número acababa con un bombardeo de objetos por parte del público, que disfrutaba de él como de un disco rayado. Aunque la imagen pueda resultar patética a la gente le resultaba muy divertido ver a aquel tipo recitando una y otra vez los mismos versos mientras le arrojaban todo tipo de hortalizas muy pasadas de fecha –no era época de tirar comida que se pudiera aprovechar-. Chinas, monedas de poco valor, etc. Creo que también fastidiaba un poco a la concurrencia que Felix E. Se presentara invariablemente en público como un pincel y, aún cuando acabara su actuación hecho un ‘ecce homo’, conservara cierta elegancia.
La fama de Gundelmann no pasó nunca de mediana pero aún así le llegó para que en la serie dedicada a los artistas cómicos y variedades del sello Montilla se decidieran a grabarle algunas ceras, bajo el sobrenombre de “El hombre que no para, de los Vieneses”, aunque ya no formara parte de estos. Lo más singular es que junto a algunos recitados que casi suenan a ragas tibetanos, con la salvedad de que van acompañadas de algunas risas que suenan a ultratumba, se incluyen algunas composiciones del propio Gundelmann que podríamos decir se acercan a un Kurt Weill abducido por la Orquesta de Sun Ra, y todo esto a mediados de los 40. Aunque el fantástico y extraño sonido no parece premeditado, sino causado por la impericia y lo fantasioso de su responsable; con una instrumentación precaria –al parecer las grabó con una de las orquestas secundarias de Montilla, con unas partituras poco menos que surrealistas y en sesiones que el mismo se ocupó en montar con una primitivísima mesa de mezclado- un francés arrastrado e impostado y unos títulos que traducidos son “Los ojos de la esfinge”, “Fantasías de Madrid y Barcelona” y especialmente, mi favorita, “Un paseo junto al Volga” -donde creo haber entresacado una especie de historia de amor y pasión que acaba en un suicidio en el río donde el protagonista va encontrándose a famosos cadáveres fluviales, desde Ofelia a Rasputín- aquellas grabaciones han permanecido olvidadas hasta que el pequeño sellito catalán Blue Moon ha decidido restaurarlas y editarlas, con un bonito libreto adjunto. Por supuesto, aprovecho para recomendároslas.
Pdta. Por si a alguien le pica la curiosidad, Gundelmann acabó casando con una señora madrileña de las que se consideraban solteronas irreparables y de rentas menguadas pero suficientes para vivir sin trabajar y se trasladó con ella a la capital de España donde murió en los años sesenta, sin haber vuelto a demostrar veleidades artísticas y sin aprender jamás español. Aunque, eso sí, todas las tardes de sábado declamaba sus versos favoritos ante su señora y amigas, que, arrobadas, nunca le interrumpían. Gundelmann llegó a saberse más de seiscientas composiciones de memoria pero nunca llegó a entender el significado de un solo verso. Según él, sabía distinguir la calidad a través de la musicalidad de las palabras. Quizás por eso alguien le quiso gastar una broma y en su epitafio se lee “El que aquí yace sigue extraviado / como hizo en vida, pues de finado”.